lunes, 12 de diciembre de 2011

El efecto capullo

Los vecinos de Julio Castro recordaban su cumpleaños y le sumaban años, y él era cada vez más viejito en su memoria. El hecho motivó un reportaje, El efecto capullo, del 2000, publicado en setiembre por Irrupciones Grupo Editor junto con otros diez textos con el título común de Historias de verdad.  Ahora, el maestro Castro podrá ser enterrado.


Fue el viernes, al día siguiente de llegar a Cuchilla Alta que lo supe, en el mismo boliche de Nelly donde había escuchado que a la dictadura se la seguía mentando como “proceso”, a la guerrilla sólo se la nombraba como “subversión” y  advertido que la reacción ante el extraño seguía siendo, a tanto tiempo de idos los militares del gobierno, considerar promitente subversivo a quien no acatara los eufemismos a gusto del poder perimido. El jueves yo había preguntado por el maestro Julio Castro, y me fue aplicado todo el léxico represivo en frases elusivas.
Sucedió, pues, a la tarde del viernes, en la continuidad de un diálogo que sólo puedo describir como el lirio de un rizoma. Empecé a hablar alguna nadería con Nelly, ocupada en anotar los premios del sorteo de quiniela de la transmisión radial, sabiendo ya cuándo debía callarme para que ella prestara atención a los números que salían. No había nada extraño a mi derecha, excepto un señor en la tarea de mantener en un nivel adecuado la borrachera de la noche, cosa de no perder la inversión; me estaba dando la espalda en el mostrador para enfrentar la verdad de su copa y, sin avisar, se dio vuelta y me espetó:
- De acá mismo se lo llevaron.
No se me ocurrió siquiera inquirir la identidad del sujeto implícito de la frase; mi baquía en la escuela del posmodernismo clandestino de Cuchilla Alta no sería en vano.
-¿De acá?
-Ajá. Digo yo. Porque esa mañana yo al jeep lo vi. Y después dijeron que el jeep no apareció más.
-Barbaridad.
Nelly, que está más allá de toda sorpresa en la vida, siguió el sobreentendido, lo que implicaba validar mi credencial de interlocutor.
–¿Vio la casa? Le dicen “La casa de los caracoles”.
En ese momento la radio anunció el primer premio, algo con 04. “La hacen para ellos”, reaccionó el hombre, resignado, mientras Nelly anotaba. Hasta mucho después estuve creyendo que el hombre había saltado de un tema a otro, sin comprender yo que no cabían dos conspiraciones entre esas dos orejas. Naturalmente, era expresión de la concatenación general de los fenómenos por haber nombrado al maestro.
Había sido distinto el jueves. Sobre esa misma hora, Nelly y una amiga ganaban una redoblona a la quiniela, chance que consiste en apostar a dos números de dos cifras: lo que se gana al acertar uno se vuelca como apuesta al otro, así que tienen que salir los dos para ganar. Habían jugado a la edad que tiene el maestro Julio Castro, secuestrado y desaparecido por los militares, y a la fecha del día en que, por primera vez en décadas, se habló del vecino maestro en su boliche, en una pregunta que había parecido quedar en el vacío. De modo que el maestro seguía cumpliendo años y sería cada vez más viejito hasta que se demostrara lo contrario, y la magia de los números había corroborado esa verdad, de la misma manera que luego el poder capaz de llevárselo desde allí también había tergiversado el azar dando el primer premio al número que les  convenía “a ellos”. Oscuras señales de los dioses. Le di una vez más la razón a un viejo querido, mi abuelastro, que me recomendó leer a los clásicos y me regaló La Ilíada; yo tenía trece.
Ni Nelly ni ninguno allí me supo decir siquiera el año preciso en que lo secuestraron a Castro, pero me estaban transmitiendo algo más importante: seguía siendo un vecino. Lo único que dijeron, en verdad -ella, la receptora de juego que casi nunca jugaba, y su amiga, cómplice del inocente chisme sobre mí que motivó la apuesta–,era que estaban contentas con la plata que sacaron, y se siguió adelante con el sobreentendido. Pero la puerta a la intimidad del recuerdo estaba abierta, y las anécdotas empezaron a desgajarse con una sorprendente riqueza para la memoria que merecen otras cosas del pueblo.
La vecina de La casa de los caracoles sabía cuándo llegaba él porque se empezaban a oir los martillazos de su afición a la carpintería. El trabajo, acá él no lo tocaba. Era maestro y periodista. El semanario Marcha salía los viernes, y sobre las cuatro de la tarde pasaba por el apartamento de la calle Julio Herrera y Obes a buscar a Zaira, la mujer, y se venían. Este hombre que llegaba de Montevideo era del departamento de Florida, no sabían bien si de la ciudad, pero se lo hacían del campo, “de campaña”: andaba por acá de bombacha y alpargata o bota, y camisa con parches. No era de por sí charlatán, pero le gustaba el diálogo y estar en rueda. (Continúa)

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