Ah, la revolución digital. ¿Cuánto falta para el
apocalipsis? A tres décadas de Goodbye Gutenberg, La revolución del periodismo
electrónico (Anthony Smith, 1980), todavía no le hemos dicho adiós a la tinta:
seis gramos en cada kilo de papel, aunque cada vez se venda menos papel. Pero
buena parte del proceso industrial está ya digitalizado.
¿Qué es lo que falta entonces, qué es lo que queda en pie
del antiguo orden? Lo que hasta ahora no tiene sustituto, ni parece que lo vaya
a tener, es la gente que perciba la realidad y escriba sobre ella de manera que
a otros les interese. En verdad
nunca lo tuvo, desde antes de la escritura: alguien contaba lo que otros
estaban interesados en escuchar. Lo que falla en cada transformación es la
interfase, es el medio por el cual se transmite el mensaje. Hoy, lo que falta
es un modelo de negocio que haga rentable lo digital.
Vamos a esto último. Me contaron un experimento de marketing
que vale la pena recordar: el producto A es más barato y de inferior calidad
que el B. La relación de ventas entre ambos se da por la ecuación
calidad-precio con el agregado de la publicidad, y si se empieza a reducir
cualquiera de esas variables es posible incidir en la venta hasta que uno de
esos productos llega a ser gratis. No importa cuánto mejor sea el otro, la
demanda se volcará decididamente hacia el gratuito.
Eso pasó con la información que los medios, particularmente
de prensa, empezaron a volcar sobre la web. Me referiré a los medios uruguayos.
Cometieron a mi juicio dos errores: le dieron primacía al papel sobre lo
digital y por lo tanto ponían (y ponen) en sus portales web información
suplementaria o que está fuera de competencia por estar al alcance de todos los
medios, y esa información es gratuita. El segundo error, complementario, es que
cambiaron el formato de la información en papel, llevándola a una imitación de
la información que consideran (con fundamentos harto cuestionables) la
apropiada para un medio electrónico: breve y repetitiva del contenido del título,
por ejemplo, con lo cual transformaron la edición de papel en el libreto de
radios y una guía para la acción de la televisión. El papel deja de tener
interés ya muy temprano en la mañana, porque las radios dan básicamente su
contenido.
Así las cosas, es utópico que cobren lo suficiente por la
edición web del periódico. El Observador todavía lo intenta, El País supo
renunciar a su intento, Búsqueda, Ultimas Noticias y Brecha están haciendo
ahora tímidas incursiones digitales en la que dan algunos de sus títulos,
tratando de atraer la compra. No es un camino prometedor.
Creo que lo que pasa es que se intentan respuestas mecánicas
a un problema conceptual. Si repasamos las dos revoluciones anteriores en
materia de lenguaje, veremos que muchos vaticinios agoreros del tipo
causa-efecto, no se dieron. La tv no reemplazó a la radio, el avión no
reemplazó al tren. La escritura llegó a Grecia en el siglo IX ac, y Sócrates
temía (junto con Thamus, rey de Egipto) que “el aprendizaje de ‘esto’ (la
escritura) implantará el olvido en las almas”. Lo escrito causó un cambio
drástico que el filósofo definía como “la intensa memorialización visual que
nosotros hemos perdido”. Lo escrito no era, para él, “una verdadera sabiduría”.
El mito dice que Thamus reclamaba a la divinidad Theuts que la escritura no era
la verdadera sabiduría del hombre sino tan sólo el recuerdo que se tiene a
través de la palabra; lo que se llama anamnesis y es, por ejemplo, la
información que quiere el médico sobre antecedentes familiares. Hoy sabemos que
la escritura es un acto creativo en sí, más allá de lo consciente.
Si Sócrates se equivocó, bien podemos hacerlo nosotros. Los
cambios de fondo en un proceso fundamental provocan vaticinios agoreros pues la
incertidumbre le es insoportable al hombre. Propongo un somero repaso de las
incertidumbres y certezas que nos dejaron las anteriores dos revoluciones en la
materia, para meditar sobre el urgente y fundamental problema que impone la
revolución digital.
El primer cambio fue la escritura, que transformó el
conocimiento en información al dejar que su contenido ofreciera su valor
inherente con independencia de su fuente. El contenido pasaba del tenedor al
autor. Sin lengua escrita, era el memorioso recitador el dueño de aquellas
historias. Con la escritura, aquellos primeros versos de La Ilíada (“Canta, oh
musa, la cólera del pélida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a
los aqueos…”) pertenecieron para siempre a Homero y se recitan sin variaciones.
El segundo cambio fue la imprenta, que nació no de la cabeza
de Zeus ni del ingenio ocioso sino de Gutenberg y su dedicación para resolver
un problema que trajo el Renacimiento, cosa que hizo aproximadamente por 1450.
Con él, se multiplicó la demanda de textos junto con la multiplicación de universidades,
y los copistas eclesiásticos no daban abasto. Aunque el primer libro impreso
fuese la Biblia, la iglesia católica perdió con la imprenta el control del
depositario del conocimiento. La autoría había valorizado la invención y con
ella la investigación; se alteró la índole del conocimiento. Los chinos unían
hojas con un alfiler que las atravesaba, lo cual era una encuadernación
sencilla pero dificultaba la
consulta cruzada. Las bibliotecas nacieron cuando un objeto como el libro, cuya
posición natural es horizontal, fue puesto en forma vertical, con su última
página apoyada sobre la primera del siguiente. Esto permitió diversos tipos de
ordenamiento y en consecuencia, facilitó la investigación.
La impresión invadió la vida de las gentes. Los menores
empezaron a ser recluidos para estudiar y los mayores necesitaban del silencio
para leer, algo que la revolución digital no toma demasiado en cuenta. El
silencio es una clave en la adquisición del conocimiento, pues éste precisa de
la reflexión.
De modo que con estos parámetros, lo que llamamos
civilización occidental levanta vuelo entonces y junto con la imprenta tiene
cinco siglos de supremacía absoluta. La revolución digital confluye desde
distintos puntos del siglo XX y sume en una crisis terminal entre otras a la
industria periodística. ¿Qué es aquello que viene acentuando su protagonismo
desde la escritura? El autor, claro. Es lo que permanece a lo largo de treinta
y un siglos, desde que los griegos accedieron a la escritura y el conocimiento
pasó a ser información y su dueño, el autor.
El mundo digital sólo refuerza el papel protagónico del
autor. El diario digital exitoso por excelencia es The Huffington Post, basado
en blogs noticiosos. (Pronto será incluido, traducido al español, en la edición
de El País, Madrid; continuidad de la ambivalencia). Otro modelo interesante es
el de The Guardian: hace una edición web con desarrollos noticiosos acordes al
uso y otra en papel, donde desarrolla temas y utiliza sus ventajas a favor de
una mejor aprehensión de la información, dado que el papel incluye el tacto,
sentido cuya importancia hay que rescatar, y por lo tanto la interacción con el
papel. Si pensamos, todo el fenómeno Mac se da a partir de esa lógica, y hoy
hay chimpancés en interacción con las Ipad, tan decisivo es lo táctil.
Tenemos por lo tanto tres revoluciones que no hicieron sino
reforzar el papel del autor y cuyos perjudicados fueron y son los
intermediarios: los juglares y copleros con la escritura (y la alfabetización),
la iglesia y su apropiación y control del conocimiento con la imprenta, y la
preponderancia de quienes escriben que está asomando, implacable, con la
revolución digital. Sigue sin tener sustituto la gente que percibe la realidad
y la escribe de manera que a otros les interese.
Es cierto que no hay todavía modelo de negocio asequible ni
para los empresarios de los diarios ni para los periodistas. Pero es importante
decidir si se enfoca esto como un único problema o como dos problemas, hoy con
puntos de contacto entre ellos. ¿Debemos abocarnos a lograr un modelo de
negocio viable para los dueños de los medios impresos ante la decadencia del
actual, porque eso nos beneficia indirectamente a los periodistas? ¿O, con
independencia de problemas ajenos debemos acaso procurar un modelo redituable
del trabajo periodístico?
El razonar a partir de esas definiciones llevará por caminos
divergentes. Lo que nos muestra la historia es que el razonar es un deber ser
del profesional de la información. Aunque no nos guste, debemos aceptar la
incertidumbre que nos trae el tiempo, y trabajar para despejarla. Lo que nos
muestra la historia es que el lector, el público, está; siempre estuvo. Y
siempre precisó de alguien que le cuente. No fue el fuego el que agrupó a la
horda en el paleolítico sino su necesidad de defenderse. Y fueron las historias
contadas lo que les dio sentido de pertenencia y no las relaciones entre ellos,
que podían ser incestuosas y no implicaban lazo alguno. Los periodistas tenemos
que encontrar formas para construir las historias que nos ofrece la realidad a
partir del interés que le atribuimos a nuestro público, y vivir de eso.