Buenos
Aires 420
Sentado al
borde de la silla, Abásolo está efectivamente solo. El torso grueso por los
años se inclina, aún recto por el orgullo, para sostenerse con los codos
apoyados en las piernas; los pies están separados y bien plantados como si estuviese
abordo, siempre en esos zapatones de seguridad que sigue usando aunque nada
imprevisto pueda ya caer sobre su capellada.
La silla es
blanca, ordinaria, de plástico, y se supone que de jardín, pero es suya en ese
lugar donde no hay siquiera posibilidad de imaginar un jardín. Está en el único
rincón de ese corredor: contra la pared y pegada al mostrador del fondo que
dobla hacia fuera del local, a poco de ojos que no lo ven, perdidos como están
mirando hacia adentro, hacia lo que queda de Abásolo.
El mundo
está a la derecha del hombre. Allí lleva el tramo largo del mostrador, que se
pierde hacia la puerta de ese comercio angosto pero que no es estrecho para
ninguno de los hombres que se ocupan de un vino, de conversación ociosa de
boliche y que se paran en vano en la puerta, porque ninguno quiere realmente
estar en la calle.
Afuera está
oscuro y desierto, como se supone que debe ser Ciudad Vieja a esa hora, y la
luz del comercio se derrama sobre la calle, recortando como una linterna mágica
las figuras paradas sin un argumento que las mueva.
El hombre
sabe de esas figuras sin mirarlas. A veces está pensando cuando le daba órdenes
a gente como esa, y su pupila voltea a la puerta en el mismo momento de
parpadear, de modo que habría que estar observándolo para saber que miró. Esa
es la mirada de los rateros y de los capataces descuidistas de la pereza ajena.
Para aprender a mirar así es que perdió el nombre, por razones del respeto
debido, y sólo fue un apellido toda su vida, y ahora que ya no manda es, si algo,
sólo “el viejo” para esos hombres que quisiera mandar más no sea una vez. Por
extrañar esa autoridad sobre el par de muchachos a un metro suyo y sobre los
tres hombres de palabra morosa de la puerta, él no es nada allí más que el
viejo que ocupa la silla del rincón del fondo.
Es absurdo,
pero entre tanto hombre al que sólo espera la soledad de una pieza en los
alrededores, él se las arregló para aislarse en la necedad de un pasado sin
consecuencias. Eso es lo que ve cuando mira hacia adentro, la cabeza erguida
hacia la nada de ese tramo del mostrador al que nadie podrá arrimarse porque él
está allí las horas largas, más no sea molestando ese poco. Lo único que mueve
es su mano derecha, que empuña un llavero con el que le da latigazos de su
única llave a la palma izquierda. Lo hace cada tanto y la llave queda dormida
en su palma abierta como una cachetada hacia el resto del mundo, para que se
vea que él tiene otro lugar para ir.
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