lunes, 26 de diciembre de 2011


Buenos Aires 420

Sentado al borde de la silla, Abásolo está efectivamente solo. El torso grueso por los años se inclina, aún recto por el orgullo, para sostenerse con los codos apoyados en las piernas; los pies están separados y bien plantados como si estuviese abordo, siempre en esos zapatones de seguridad que sigue usando aunque nada imprevisto pueda ya caer sobre su capellada.
La silla es blanca, ordinaria, de plástico, y se supone que de jardín, pero es suya en ese lugar donde no hay siquiera posibilidad de imaginar un jardín. Está en el único rincón de ese corredor: contra la pared y pegada al mostrador del fondo que dobla hacia fuera del local, a poco de ojos que no lo ven, perdidos como están mirando hacia adentro, hacia lo que queda de Abásolo.
El mundo está a la derecha del hombre. Allí lleva el tramo largo del mostrador, que se pierde hacia la puerta de ese comercio angosto pero que no es estrecho para ninguno de los hombres que se ocupan de un vino, de conversación ociosa de boliche y que se paran en vano en la puerta, porque ninguno quiere realmente estar en la calle.
Afuera está oscuro y desierto, como se supone que debe ser Ciudad Vieja a esa hora, y la luz del comercio se derrama sobre la calle, recortando como una linterna mágica las figuras paradas sin un argumento que las mueva.
El hombre sabe de esas figuras sin mirarlas. A veces está pensando cuando le daba órdenes a gente como esa, y su pupila voltea a la puerta en el mismo momento de parpadear, de modo que habría que estar observándolo para saber que miró. Esa es la mirada de los rateros y de los capataces descuidistas de la pereza ajena. Para aprender a mirar así es que perdió el nombre, por razones del respeto debido, y sólo fue un apellido toda su vida, y ahora que ya no manda es, si algo, sólo “el viejo” para esos hombres que quisiera mandar más no sea una vez. Por extrañar esa autoridad sobre el par de muchachos a un metro suyo y sobre los tres hombres de palabra morosa de la puerta, él no es nada allí más que el viejo que ocupa la silla del rincón del fondo.
Es absurdo, pero entre tanto hombre al que sólo espera la soledad de una pieza en los alrededores, él se las arregló para aislarse en la necedad de un pasado sin consecuencias. Eso es lo que ve cuando mira hacia adentro, la cabeza erguida hacia la nada de ese tramo del mostrador al que nadie podrá arrimarse porque él está allí las horas largas, más no sea molestando ese poco. Lo único que mueve es su mano derecha, que empuña un llavero con el que le da latigazos de su única llave a la palma izquierda. Lo hace cada tanto y la llave queda dormida en su palma abierta como una cachetada hacia el resto del mundo, para que se vea que él tiene otro lugar para ir.


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