Les voy a contar la verdad, aunque no debería. Yo entré al
periodismo para trabajar menos y comer más. Fue así: yo estaba en Buenos Aires,
trabajando en la imprenta gráfica de Editorial Abril, de peón en
encuadernación. Eso quedaba en la localidad de Florida, media hora de tren y 15
minutos de colectivo de la pieza en la que yo me había acomodado tras pasarla
peor, y tenía 19 años.
Se trabajaba con el sistema francés, que son ocho horas de
turno por semana, y a la siguiente en el anterior: 6 a 14, 22 a 6, 14 a 22, y
así lo único que uno hacía era trabajar, comer y dormir. Ni siquiera aquello:
la hormona no quería saber de nada sino dormir. Además, pasé hambre porque la
quincena no me daba. Había un bodegón a dos cuadras, en Mexico y Chacabuco,
donde me rendía más porque si uno pedía sopa te traían la sopera, y yo escurría
el caldo y me comía aquel minestrone como guiso. Era medio lento, es cierto; no
para comer sino para avivarme. A la segunda entrega de publicaciones de la
editorial (sacaban, recuerdo, 13 revistas, desde fotonovelas a automovilismo,
las llamadas femeninas y toda la flora) me fui con alguna para leer mientras
comía, y después se la di al parrillero.
Al percibir el agrado de aquel hombre por ese papel
abrochado llamado periodismo automovilístico, entré a llevarle todas las que me
daban, y entonces pedía una ensalada y un riñoncito, y me venía de todo y en
dos platos. Fue una buena época, hasta que en la imprenta descubrí que había un
pliego mal encartado. Las revistas pasaban y nadie las abría; sólo yo, con una
curiosidad que me sería útil más adelante pero que me valió que mis torpezas
fueran marcadas, y la verdad es que yo no era bueno estibando paquetes de
revistas, más o menos atándolos y sólo bueno barajando pliegos, algo que me
ayudo a ser aceptado años después, en 1968, cuando estaba entre los que
sacábamos el semanario de la CGT de los Argentinos, con el gráfico Raimundo
Ongaro como secretario general y dirigido por Rodolfo Walsh, e impreso en una
cooperativa llamada Cogtal. Y era importante ese reconocimiento, porque
precisábamos de la solidaridad activa de esos gráficos para salvarnos del mal
humor sulfurado que la burocracia sindical portaba en la cintura.
Eso demuestra que ninguna experiencia es en vano en la vida
de un periodista, mi conocimiento de las bobinas de papel vendría a cuento en
mi desesperado intento por obtener un puesto de periodista, y mi negocio de
revistas por comida, del cual jamás se habló una palabra, como corresponde con
la corrupción sobreentendida de los compañeros gastronómicos y promovida por
mí, mejoró la situación pero no la solucionó. Entre el mal ambiente de Abril,
mi espalda dolorida y la perspectiva de levantarme a las cuatro para entrar a
las seis o dormir la noche a la tarde y despertarme apurado antes que cerrara
el bodegón, mi presente no era alentador. Aprendí, es cierto, que hay razones
válidas para tomar una grapamiel a las cinco de la mañana para rematar un
desayuno antes del tren, pero aquello no era vida.
De modo que llamé a mi padre, que me había conseguido ese
trabajo para que me hiciera hombre en la editorial donde él era periodista de la
revista Panorama, y que me diera un contacto en alguna redacción, que fue donde
él se había hecho hombre. Así fui a la revista Confirmado a hablar con el señor
Verbitsky. Ahora no se nota la diferencia porque los dos somos viejitos, pero
por entonces sus cuatro años y medio más imponían de por sí respeto. El tipo ni
se levantó para atenderme. Estaba aporreando su máquina de escribir y yo me
paré delante de su escritorio.
“Así que vos querés ser periodista”, me dijo al minuto
largo, con un escepticismo del que soportaría más evidencia. “Sale una nueva
edición de la guía de teléfonos. Hacé un informe para el viernes de mañana.
¿Sabés lo que es un informe?”, me ladró. “Junto información y usted la
reescribe”, dije tal cual había escuchado alguna vez que se hacía.
Así que me adjuntaron un fotógrafo y ahí nomás, ese lunes,
arranqué para la imprenta y en el camino compré un block y una lapicera, y el
fotógrafo pagó el taxi que luego pagaría la revista. Qué lujo, me dije. El fotógrafo
hacía lo suyo y yo lo que se me ocurría. Que cuántos ejemplares, cuánto tiempo,
cuántas hojas, qué encuadernación, que qué papel y entonces veo que traen la
bobina nueva y yo me acerco. Efectivamente, tenía el papel reglamentario
sellando el rollo: “Importada al amparo de la ley tanto”, y yo anotaba como un
desgraciado todo lo que me parecía que hacía a la confección de la guía, como
cuántos operarios en cada una de las secciones que yo ya sabía que tenía la
imprenta, y el tema de la composición, y la corrección de pruebas. Los sueldos
ya los sabía por experiencia propia, así que preguntaba de otras cosas, como
una ametralladora. Vi que el capataz se cansaba y estaba por decirme basta con
lo que me le anticipé. Sólo un par de preguntas más, le dije, y seguí un cuarto
de hora.
Después a la telefónica, que desde cuándo la guía y cuántas
ediciones y si había una primera edición para ver, gracias, ¿no tendrá una
balanza para pesarla?, y registrar el primer y último nombre de aquella edición
de no me acuerdo cuando en un depósito a cargo de un señor al que le dije que
me había enviado el directivo cuya secretaria me transmitió que no tenía tiempo
para atenderme.
Y después agarré una edición parcial de la guía, porque me
había traído pliegos sin encuadernar, y conté los Pérez, que eran menos que los
García, y los apellidos raros y graciosos, como Inocente, y lo que lo habrían
jorobado en la escuela. Había uno que de verdad se llamaba Fierrochifle. No
estaba inventando la pólvora sino tratando de llenar carillas y carillas con
información pura y dura, tal cual la había recibido, con alguna consideración
como esa de la escuela, porque la revista la jugaba de estar sobrada. Yo había
leído tres ejemplares antes de ir a la entrevista por si me preguntaban y no
fue así: mi examen sería sólo mi trabajo. Como dije, nada es inútil en esta
profesión excepto los inútiles.
Y yo no iba a ser uno, porque pagaban el taxi y se entraba a
las diez de la mañana. Así que el viernes yo estaba a las diez menos cuarto
sentado con mi montón de carillas mecanografiadas y aunque se notaba que no
había cursado dactilografía, la información que yo creía pertinente estaba y
todo era así, aunque fuera mucho más, y la redacción era pésima, sin duda. Este
sistema de dividir el aprendizaje en obtener información y en otra etapa
aprender a redactarla era y es muy bueno, aunque en ese momento era para mí
sólo benevolente, porque me permitía mojar en el periodismo.
Y pasadas las diez llegó Verbitsky, que ni siquiera agarró
el toco de papel sino que me dijo que se lo diera a otro señor. Yo me paré a su
lado mientras él revisaba todo y lo escuché decir para sí en voz baja: qué
cantidad de datos. Entonces supe que estaba bien lo hecho, lo suficiente para
pasar una barrera, y un par de días después me tomaron a prueba; publiqué el 5
de julio de 1967 y yo iba contando los días del mes para que pasaran los 30 que
me hacían efectivo en la nómina y acreedor al despido de seis meses de sueldo
que regía, que al menos me daría margen para intentar otra cosa. Y cuando
pasaron, me tomé una copa a mi salud, y no era grapamiel. Ahora podía pagarme
un teléfono en la pieza y estar en la guía.