lunes, 6 de febrero de 2012

El futuro nos apremia


Ah, la revolución digital. ¿Cuánto falta para el apocalipsis? A tres décadas de Goodbye Gutenberg, La revolución del periodismo electrónico (Anthony Smith, 1980), todavía no le hemos dicho adiós a la tinta: seis gramos en cada kilo de papel, aunque cada vez se venda menos papel. Pero buena parte del proceso industrial está ya digitalizado.
¿Qué es lo que falta entonces, qué es lo que queda en pie del antiguo orden? Lo que hasta ahora no tiene sustituto, ni parece que lo vaya a tener, es la gente que perciba la realidad y escriba sobre ella de manera que a otros les interese. En verdad nunca lo tuvo, desde antes de la escritura: alguien contaba lo que otros estaban interesados en escuchar. Lo que falla en cada transformación es la interfase, es el medio por el cual se transmite el mensaje. Hoy, lo que falta es un modelo de negocio que haga rentable lo digital.
Vamos a esto último. Me contaron un experimento de marketing que vale la pena recordar: el producto A es más barato y de inferior calidad que el B. La relación de ventas entre ambos se da por la ecuación calidad-precio con el agregado de la publicidad, y si se empieza a reducir cualquiera de esas variables es posible incidir en la venta hasta que uno de esos productos llega a ser gratis. No importa cuánto mejor sea el otro, la demanda se volcará decididamente hacia el gratuito.
Eso pasó con la información que los medios, particularmente de prensa, empezaron a volcar sobre la web. Me referiré a los medios uruguayos. Cometieron a mi juicio dos errores: le dieron primacía al papel sobre lo digital y por lo tanto ponían (y ponen) en sus portales web información suplementaria o que está fuera de competencia por estar al alcance de todos los medios, y esa información es gratuita. El segundo error, complementario, es que cambiaron el formato de la información en papel, llevándola a una imitación de la información que consideran (con fundamentos harto cuestionables) la apropiada para un medio electrónico: breve y repetitiva del contenido del título, por ejemplo, con lo cual transformaron la edición de papel en el libreto de radios y una guía para la acción de la televisión. El papel deja de tener interés ya muy temprano en la mañana, porque las radios dan básicamente su contenido.
Así las cosas, es utópico que cobren lo suficiente por la edición web del periódico. El Observador todavía lo intenta, El País supo renunciar a su intento, Búsqueda, Ultimas Noticias y Brecha están haciendo ahora tímidas incursiones digitales en la que dan algunos de sus títulos, tratando de atraer la compra. No es un camino prometedor.
Creo que lo que pasa es que se intentan respuestas mecánicas a un problema conceptual. Si repasamos las dos revoluciones anteriores en materia de lenguaje, veremos que muchos vaticinios agoreros del tipo causa-efecto, no se dieron. La tv no reemplazó a la radio, el avión no reemplazó al tren. La escritura llegó a Grecia en el siglo IX ac, y Sócrates temía (junto con Thamus, rey de Egipto) que “el aprendizaje de ‘esto’ (la escritura) implantará el olvido en las almas”. Lo escrito causó un cambio drástico que el filósofo definía como “la intensa memorialización visual que nosotros hemos perdido”. Lo escrito no era, para él, “una verdadera sabiduría”. El mito dice que Thamus reclamaba a la divinidad Theuts que la escritura no era la verdadera sabiduría del hombre sino tan sólo el recuerdo que se tiene a través de la palabra; lo que se llama anamnesis y es, por ejemplo, la información que quiere el médico sobre antecedentes familiares. Hoy sabemos que la escritura es un acto creativo en sí, más allá de lo consciente.
Si Sócrates se equivocó, bien podemos hacerlo nosotros. Los cambios de fondo en un proceso fundamental provocan vaticinios agoreros pues la incertidumbre le es insoportable al hombre. Propongo un somero repaso de las incertidumbres y certezas que nos dejaron las anteriores dos revoluciones en la materia, para meditar sobre el urgente y fundamental problema que impone la revolución digital.
El primer cambio fue la escritura, que transformó el conocimiento en información al dejar que su contenido ofreciera su valor inherente con independencia de su fuente. El contenido pasaba del tenedor al autor. Sin lengua escrita, era el memorioso recitador el dueño de aquellas historias. Con la escritura, aquellos primeros versos de La Ilíada (“Canta, oh musa, la cólera del pélida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos…”) pertenecieron para siempre a Homero y se recitan sin variaciones.
El segundo cambio fue la imprenta, que nació no de la cabeza de Zeus ni del ingenio ocioso sino de Gutenberg y su dedicación para resolver un problema que trajo el Renacimiento, cosa que hizo aproximadamente por 1450. Con él, se multiplicó la demanda de textos junto con la multiplicación de universidades, y los copistas eclesiásticos no daban abasto. Aunque el primer libro impreso fuese la Biblia, la iglesia católica perdió con la imprenta el control del depositario del conocimiento. La autoría había valorizado la invención y con ella la investigación; se alteró la índole del conocimiento. Los chinos unían hojas con un alfiler que las atravesaba, lo cual era una encuadernación sencilla pero dificultaba la consulta cruzada. Las bibliotecas nacieron cuando un objeto como el libro, cuya posición natural es horizontal, fue puesto en forma vertical, con su última página apoyada sobre la primera del siguiente. Esto permitió diversos tipos de ordenamiento y en consecuencia, facilitó la investigación.
La impresión invadió la vida de las gentes. Los menores empezaron a ser recluidos para estudiar y los mayores necesitaban del silencio para leer, algo que la revolución digital no toma demasiado en cuenta. El silencio es una clave en la adquisición del conocimiento, pues éste precisa de la reflexión.
De modo que con estos parámetros, lo que llamamos civilización occidental levanta vuelo entonces y junto con la imprenta tiene cinco siglos de supremacía absoluta. La revolución digital confluye desde distintos puntos del siglo XX y sume en una crisis terminal entre otras a la industria periodística. ¿Qué es aquello que viene acentuando su protagonismo desde la escritura? El autor, claro. Es lo que permanece a lo largo de treinta y un siglos, desde que los griegos accedieron a la escritura y el conocimiento pasó a ser información y su dueño, el autor.
El mundo digital sólo refuerza el papel protagónico del autor. El diario digital exitoso por excelencia es The Huffington Post, basado en blogs noticiosos. (Pronto será incluido, traducido al español, en la edición de El País, Madrid; continuidad de la ambivalencia). Otro modelo interesante es el de The Guardian: hace una edición web con desarrollos noticiosos acordes al uso y otra en papel, donde desarrolla temas y utiliza sus ventajas a favor de una mejor aprehensión de la información, dado que el papel incluye el tacto, sentido cuya importancia hay que rescatar, y por lo tanto la interacción con el papel. Si pensamos, todo el fenómeno Mac se da a partir de esa lógica, y hoy hay chimpancés en interacción con las Ipad, tan decisivo es lo táctil.
Tenemos por lo tanto tres revoluciones que no hicieron sino reforzar el papel del autor y cuyos perjudicados fueron y son los intermediarios: los juglares y copleros con la escritura (y la alfabetización), la iglesia y su apropiación y control del conocimiento con la imprenta, y la preponderancia de quienes escriben que está asomando, implacable, con la revolución digital. Sigue sin tener sustituto la gente que percibe la realidad y la escribe de manera que a otros les interese.
Es cierto que no hay todavía modelo de negocio asequible ni para los empresarios de los diarios ni para los periodistas. Pero es importante decidir si se enfoca esto como un único problema o como dos problemas, hoy con puntos de contacto entre ellos. ¿Debemos abocarnos a lograr un modelo de negocio viable para los dueños de los medios impresos ante la decadencia del actual, porque eso nos beneficia indirectamente a los periodistas? ¿O, con independencia de problemas ajenos debemos acaso procurar un modelo redituable del trabajo periodístico?
El razonar a partir de esas definiciones llevará por caminos divergentes. Lo que nos muestra la historia es que el razonar es un deber ser del profesional de la información. Aunque no nos guste, debemos aceptar la incertidumbre que nos trae el tiempo, y trabajar para despejarla. Lo que nos muestra la historia es que el lector, el público, está; siempre estuvo. Y siempre precisó de alguien que le cuente. No fue el fuego el que agrupó a la horda en el paleolítico sino su necesidad de defenderse. Y fueron las historias contadas lo que les dio sentido de pertenencia y no las relaciones entre ellos, que podían ser incestuosas y no implicaban lazo alguno. Los periodistas tenemos que encontrar formas para construir las historias que nos ofrece la realidad a partir del interés que le atribuimos a nuestro público, y vivir de eso.